Dejó todo por los más pobres. Abandonó su carrera de actriz, perdió su trabajo y arriesgó la estabilidad de su propia familia para sacar adelante un espacio que acogiera y dignificara a los niños que viven en las orillas del Río Mapocho. Una historia de amor incondicional, de esas que duelen y llenan de preguntas.
Por Mónica Stipicic H. / fotografía Andrea Barceló A. y Fundación Abrazarte
La suya es una de esas historias que conmueven. Que tocan el alma y hacen que nos cuestionemos la forma en que vivimos y cómo nos relacionamos con los demás, con sus necesidades y sus carencias. Pero también con las propias, con la manera en que enfrentamos al otro y con lo que estamos dispuestos a hacer por terminar con las desigualdades.
La cara de Pía Salas resulta familiar. Como actriz pasó gran parte de los años noventa en pantalla y participó en teleseries a estas alturas consideradas de culto, como El amor está de moda o Marrón Glacé. Pero hace diez años dejó las luces y las cámaras por algo mucho más terrenal. Quizás por lo más cercano posible a la tierra: la pobreza; las más cruda y dura de las pobrezas, simbolizada en los niños y jóvenes que viven y duermen en las “caletas” del Río Mapocho.
Su vínculo con la pobreza venía desde la niñez. Tuvo una infancia cómoda, fue una niña traviesa y feliz que estudió en Las Teresianas, pero siempre con la vergüenza de sentir que ella tenía y otros no, con la tristeza que le provocaba el desamor en la manera en que las personas se relacionaban entre ellas. La manera de canalizar eso que la hacía diferente era el humor y, por lo mismo, el camino más lógico era estudiar teatro. “A mí me ha costado tremendamente esta vida, me cuesta sentirme cómoda en este mundo y reírme siempre me ha salvado. De hecho, la metodología que yo ocupo para trabajar en mi fundación es Amor, Rigor y Humor”.
Además de la actuación, estudió danza y en ese espacio de expresión se sentía feliz. Tenía un buen matrimonio y cuatro hijos: Manu (27, de su primera pareja), Ignacia (19), Camila (15) y Benjamín (14) completaban ese espacio. Después de vivir tres años en Estados Unidos volvió a Chile, decidida a apoyar económicamente a su marido y comenzó a trabajar como ejecutiva de ventas de un diario financiero. Un cambio brutal para alguien dedicado al arte, pero una estabilidad laboral que les permitió estar tranquilos, comprarse una casa y poner a sus hijos en un buen colegio. Justo fue en ese minuto cuando algo se movió dentro de ella.
“Mi familia estaba feliz, había hecho feliz a todo el mundo. Pensé que lo tenía todo y que era el momento de salir a buscar a los que no tenían nada. Llevaba algunos meses escribiendo en un cuaderno todo lo que me pasaba y la idea de trabajar con la gente, de ver dónde ponía mi corazón… e inmediatamente surgieron los niños, porque siempre me he relacionado muy bien con ellos. A esas alturas estaba trabajando en una revista y, en paralelo, comencé a estudiar el tema de los derechos del niño, siempre pensando en que cuando cumpliera sesenta, y que el menor de mis hijos ya estuviera grande, me iba a dedicar de lleno al tema”, explica.
Pero te lanzaste mucho antes…
Es que se empezó a hacer algo incontrolable. La televisión comenzó a mostrar imágenes de los niños del Mapocho aspirando tolueno y sentía que nadie hacía nada por ayudarlos. Hasta que un día iba caminando por Providencia y, en el metro Manuel Montt, vi dos niños, de unos diez o doce años, durmiendo en el suelo. Me acerqué y me senté calladita al lado de ellos, cuando despertaron conversamos harto rato y les prometí que iba a volver. Al día siguiente fui con mis hijos y cuando me vieron corrieron a abrazarme. Ahí me di cuenta de que no podía esperar más, tenía cuarenta y cinco años y si me demoraba iba a pasar otra generación completa de niños en la calle. Fue el 12 de octubre del 2005, cuando en televisión pasaron un comercial de World Vision que me hizo salir lágrimas. Fue entonces cuando dije “no más” y me vino una fuerza inmensa que me hizo saltar de la cama. Le dejé comida a mis hijos y le dije a mi marido: “me voy a buscar niños a las calle…”. Él no se imaginó que ese era el principio de algo mucho más grande.
Había escuchado que en el sector del Parque de los Reyes había caletas. Así que cargó una bolsa con panes, leche y yogur y partió en la búsqueda. Caminó mucho rato bajo el sol hasta que vio a dos niños a la altura del Puente Bulnes. “Bajé corriendo y los abracé muy fuerte, mientras agradecía haberlos encontrado. Mi decisión se había demorado mucho y tenía que ser desde ese momento y para siempre. Yo no iba a jugar un rato con ellos, tenía que sacarlos de ahí”.
Desde ese día nunca dejó de ir. A los pocos meses, en su trabajo la hicieron elegir entre los niños de la calle y la pega. No había dónde perderse. Comenzó a dedicarse en cuerpo y alma a ellos, invitó a amigos a las caletas, revolvió todo el sistema, organizó e hizo talleres, celebró sus cumpleaños y comenzó a vivir conectada al celular por si algo pasaba con los niños durante la noche. Así vivió durante ocho años.
DOLORES Y ALEGRÍAS
Todo ese tiempo entregada a los niños del Mapocho le pasó la cuenta en muchos aspectos. El más duro, sin duda, fue el familiar. Ocho años sin ganar ni un peso y gastándose lo poco que tenía en financiar sus actividades, fueron haciendo heridas profundas en su matrimonio y, muchas veces, en el día a día con sus propios hijos. Incluso se enfermó.
“Iba todos los días. Y si tomaban a un niño preso en medio de la noche, agarraba el auto y me iba. Nunca me pasó nada y jamás sentí miedo. Pero la falta de trabajo comenzó a provocar un desastre, tuvimos que vender la casa, mi marido debió comenzar a sostenerlo todo. Fue un verdadero terremoto familiar. Un día me acuerdo que iba en la micro con un niño y pensaba que no podía más, que mi familia estaba sufriendo y todo se caía a mi alrededor, y aparece un señor que me pasa un papelito con un versículo de la Biblia que decía: “Vivirás de fe y si retrocedieras a mi alma no agradarás”. Entonces decidí hacer un trato con Dios, él en mis negocios y yo en los suyos, para que a mis hijos nunca les faltara nada”.
¿Ellos te reclamaron?
Sí, decían que su mamá se iba al río porque prefería estar con los niños de la calle. Era súper fuerte, pero yo sentía que era parte del crecimiento de ellos, de una familia entera. Sé que muchas veces no supe manejarlo con mi ex marido, pero sentía que lo que estaba viviendo era más fuerte que yo y necesitaba que me dijeran “anda, quédate tranquila, te apoyamos”. Pero la verdad es que sentía que estaba sola y que tenía a todo el mundo en contra. Trataba de estirar el tiempo con mis niños, los llevaba a las caletas, traía niños del río a mi casa… moví todas las energías posibles.
No es católica, pero reconoce que Dios “la tiene tomada” y que no puede hacer nada para resistirse a las tareas que le han entregado. Por lo mismo, no desfalleció cada vez que se le presentaban dificultades, cuando fue aprendiendo y descubriendo en el camino lo complejo y engorroso que podía ser armar una fundación. Ni siquiera pensó en rendirse cuando le dio cáncer.
“Fue mucho tiempo haciéndolo todo. No tenía nada de plata ni sabía por dónde empezar y pasaba pidiendo favores. Como la cosa no avanzaba, supe que había una fundación buscando proyectos y decidí probar con ellos y dejar de lado mi ego. Pero no funcionó y terminé con un cáncer a la tiroides, que finalmente agradecí, porque me ayudó a dar un paso al costado. Estaba recién operada, llegando a mi casa del hospital y me estaban esperando los niños de las caletas. Los vi y me di cuenta de que tenía que levantar a toda costa mi propia fundación. En tres meses vimos nacer a Abrazarte, artistas por una obra.
¿Nunca pensaste que el cáncer era una señal para parar?
Es que había fe. Jamás pensé que me iba a morir ni que íbamos a quedar en la miseria. Me sentía protegida.
FELIPE Y LA ESCUELA
El 2010, Pía tenía una fundación, pero aún no había plata ni nadie que la acompañara. Fue entonces que decidió buscar personas para crear un directorio y contactó a varios empresarios que aceptaron sumarse a la iniciativa, como Alberto Chacón, Fernando Contardo, Ignacio Larraechea y una persona muy especial: Ángela Díaz, una ejecutiva a cargo de la empresa creada por su padre, quien había sido un niño del Mapocho. A través de su compañía, la fundación pudo contratar a la primera profesional y, por su propia gestión, se produjo también otro de los milagros de la historia de Abrazarte.
“Ella consiguió que Felipe Kast, entonces ministro de Mideplan, fuera al río. Fue un día increíble, con los niños conseguimos mesas, manteles, hicimos tarjetas de Navidad. Llegaron varias personas y, entre ellas, Felipe Cubillos… y se hizo el milagro”.
¿Abrazarte también fue parte de sus obras?
Él fue el único que apostó por nosotros, se comprometió a ayudarnos a levantar una escuela, que era nuestro máximo sueño para tener un espacio donde llevar a los niños. Me llamaba a las once de la noche para organizar campeonatos de golf y avisarme de amigos que habían donado plata. Gracias a él lo conseguimos.
Su muerte debe haberte golpeado muy fuerte…
La verdad es que me quise morir. Además del dolor tremendo por perderlo, sentía que él era el hombre que nos iba a sacar del Mapocho y que ya no estaba… Hasta que un día soñé con él. En mi sueño yo estaba sentada a los pies de la cama de mi mamá y él me llamó por teléfono. Yo le dije “Felipe, estamos tan felices” y él me contestó: “De eso se trataba Pía, de eso se trataba”… y se cortó. Fue una señal y me mantuve al lado del Desafío, ellos me acogieron y siguieron adelante con varios de sus proyectos. Y cumplieron.
La escuela, ubicada en La Cisterna, acoge, en promedio, a diecinueve niños que van rotando, porque muchos de ellos logran insertarse, conseguir trabajo y un lugar donde vivir. Además de enseñarles a vivir en familia y a tener hábitos, Pía hace un acompañamiento exhaustivo con ellos, a través del teléfono o el Facebook. Como la gente es muy poca y hoy su partner, la asistente social Marta Ibacache, está con posnatal, por estos meses sólo están funcionando como centro de día, es decir, los chicos van a los talleres y vuelven a la calle. “Ir a hacer el taller y volver a dormir al río es parte de su proceso, ellos tienen que vivirlo y decidir salir”, explica.
¿Cuántas caletas hay?
Se van cambiando de un puente a otro, pero hay varias. Hoy tenemos dos grupos, uno en la zona norte y otro en el centro, con veinte chicos en cada una. Somos siete personas para hacer todo, con la ayuda de alumnos en práctica. Es un trabajo eterno, sacamos unos y llegan otros, pero en general logramos continuidad, que es lo más difícil.
Me imagino que los aprendizajes han sido infinitos…
Sí, pero hay un mensaje que ya descubrí: hoy miro la pobreza de una manera distinta, ellos me sanaron. Yo no vengo a ayudarte porque eres un pobrecito, sino para que construyamos juntos un mundo mejor. No les tengo miedo ni pena porque después de diez años descubrí que la real desigualdad está en nuestro espíritu, donde siempre armamos jerarquías y nos vamos desintegrando.
El setenta y siete por ciento de los niños que han pasado por la fundación han logrado salir de las caletas. Dieciocho de ellos son testimonio de que se puede lograr y hoy trabajan y viven dignamente. Son los otros hijos de Pía… muchos de los cuales ya la han hecho abuela.
¿Nunca has sentido que fracasaste con alguno?
No tengo sensación de fracaso, porque entendí que la calle es un lugar donde puedes vivir. Hay personas que nunca van a salir y mi trabajo también es dignificarlos. No puede existir frustración, sólo amor incondicional. El que no pudo, no pudo, y no podemos traspasarles nuestra frustración.
Todo este proceso implicó grandes cambios en tu propia vida, ¿estás en paz con las opciones que tomaste?
Nunca me he arrepentido. Si volviera a nacer lo haría exactamente igual, porque es lo que me tocó vivir. Vivo por fe y soy una agradecida de haber tenido la oportunidad de hacer grandes cosas y de que Dios no me dejara tranquila.
¿En algún momento tuviste que pedir perdón?
Sí, a mi ex marido. Lo hice porque sentí que tenía que hacerlo, pero no con arrepentimiento, sino porque lo había dañado mucho y esa jamás fue mi intención. Y también le di las gracias, porque su solidez me permitió levantar todo esto. Lo liberé y él me liberó.
¿Y tus hijos?
Ellos viven con su papá, pero están orgullosos de lo que hago. Este fin de semana la Camila me dijo: “mamá, yo sé que tú estás haciendo el bien”, y el Benja, en el colegio, tenía que hablar de un líder y pidió hablar de su mamá. Ellos crecieron con los niños de las caletas y yo hice una familia más grande, nunca quise separarlas… porque si lo hacía iba a quedar un eslabón perdido, que es justamente el que hace que exista la desigualdad.
"Felipe Cubillos fue el único que apostó por nosotros, se comprometió a ayudarnos a levantar una escuela, que era nuestro máximo sueño para tener un espacio donde llevar a los niños. Me llamaba a las once de la noche para organizar campeonatos de golf y avisarme de amigos que habían donado plata. Gracias a él lo conseguimos”.