TELL SANTIAGO ABRIL 2019

36 tell. cl Valentina Díaz tenía dieciséis años. Y de ahí no paró más. Esa primera inmersión fue en la playa El Abanico, pero la que siente como la palma de su mano es la playa de Aguas Blancas. “En ese tiempo mis pa- pás se separaron y yo tenía mucha energía, mucha rabia y cosas negativas adentro y la única forma de superarlas era a través de un deporte. Meterme al mar fue mi terapia sicológica”. ¿El mar te pareció un lugar agresivo? Las corrien- tes y la temperatura no son amables Para una mujer es pesado porque el mar es helado, estás siempre llena de arena, la sal marina te quema. Pero yo tenía la escuela de la montaña, que también es ruda y entrenaba a los diez años con traje de descenso, muerta de frío, con viento blanco. Estaba preparada para aguantar otro tipo de presión como el mar. Pero me sentía súper cómoda. ¿Por qué crees que había menos mujeres practi- cando bodyboard cuando comenzaste? No existía, prácticamente. Yo nunca tuve una fi- gura femenina a quien mirar. En Maitencillo no había mujeres que hicieran bodyboard . Fui una de las primeras. En ese tiempo no estaba muy de moda, en cambio ahora todos surfean, lo cual es buenísimo. PIPELINE La primera bodyboarder que conoció fue a Lilly Pollard. De alguna manera llegó a sus manos la revista Riptide y Valentina quedó enganchada con la figura de la australiana y con la fiereza de la ola de Pipeline, en Hawái. En Iquique —con un fondo rocoso y donde la pre- sencia femenina era mayor— compitió por primera vez y quedó con ese gustito dulce de la victoria. Sin embargo, Valentina continuó por la ruta del freesur- fing . Con el dinero recaudado como instructora de donde veraneábamos. Nos fuimos del colegio, perdimos la casa de El Arrayán. Y era quedarse en Santiago en un departamento peque- ño o venirnos a la playa y tener una calidad de vida mejor. Él siguió trabajando en El Colorado, así que todas las vacaciones de invierno íbamos a la montaña. Pero nosotros vivíamos acá con mi mamá”. Para una niña santiaguina de ocho años pasar de una educación privada en el Lincoln International Academy a una institución sub- vencionada como el Francisco Didier de Zapallar fue duro. “Yo venía de Marbella, era la cuiquita del colegio. Mi mamá me iba a dejar en auto y yo le decía ‘déjame acá lejitos’. Me costó un poco por la parte social, pero fue una muy buena educación porque me permitió co- nocer distintas realidades y esome ha servidomuchísimo en la vida. Eso me hizo más fuerte”. EL MAR De marzo a diciembre, Marbella era un pueblo fantasma, y para ma- tar el tiempo de vez en cuando agarraba unos cuantos palos y partía a jugar golf con su abuela. La playa no le interesaba. Aunque estuvie- ra a unos pocos metros y escuchara las olas romper. Puede que sea el espíritu aventurero. Puede que sean las ansias de romper esquemas. Puede que sea, incluso, esa manía de conseguir lo que se pone entre ceja y ceja. Lo cierto es que un buen día vio a su hermano mayor surfear. Valentina nunca había visto un bodyboard , pero entendió que alrededor de esa tabla pequeña se reunían ami- gos y que había una onda. “Porque era su hermana chica y eran puros hombres no quiso llevar- me. Fui igual, me prestaron una tabla, un traje, memetí al agua y dije ¡guau! Me encantó la sensación de salirme del agua y estar liviana, como si te hubieran limpiado el alma”.

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